Miré sus ojitos pardos llenos de lágrimas: me reconocí en esa mirada. En ese miedo a abandonar lo conocido, en ese presagio de tormentas por venir.
Le froté la espalda como si tuviera frío (el frío estaba en mi espíritu, inquieto por la abrumadora sensación del "dejá senti") le besé la cabecita preciosamente peinada para la ocasión.
E igual, igual, idéntico que lo que me pasaba a mí, la muestra de ternura le aviva el llanto...
No, no se ha muerto nadie.
No hubo víctimas (materiales).
Las pérdidas...mmmm... son difíciles de calcular, pues se pesan y se miden con los nombres de amigos que se van, de afectos que cambian de lugar, de privilegios infantiles perdidos.
Sencillamente, terminó una etapa escolar, cerró un ciclo. Egresó.
Me da terror y alivio, como al soñador de las ruinas circulares de Borges, comprobar que mi hija tiene tanto de mí.
La consolé como pude, sosteniendo mis propias lágrimas... Le dije cosas que le dieron ánimo o risa.
Por alguna extrañísima causa, me ví en ese mismo escenario, en ese mismo colegio, sentada en esa misma butaca.

Alguien me consolaba frotando mi espalda, besándome suavemente los cabellos.

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