Hace días que me da vueltas por la cabeza esta idea de las pestes y las plagas, de los males generalizados o los castigos bíblicos.
Serán estos días zarandeadores de noviembre: uno de mucho frío, el siguiente de calor tropical, el mediodía para minifalda, la medianoche para botas de caña alta. Lo dicen los remiseros (segundos en el ránking de hablar del "tiempo loco", el primer puesto lo tienen los porteros de edificio) que el clima está muy raro, que el planeta se toma su venganza, que claro, que la empezamos a pagar por tanta contaminación y tanto desconche de la naturaleza.
Y flota, en medio de las empatías compartidas por los fenómenos meteorológicos, esa sensación culposa de la plaga...
Cruzan la historia, desde el Diluvio y las siete plagas de Egipto, hasta las horrendas mortandades de la peste bubónica a fines del siglo XVII.
Esa vez recibió el nombre de "peste negra" porque las ratas que transportaban la pulga del delito (la pulga era la infectada, realmente) eran esas ratas de pelo negro y brillante que pululaban por las apestosas callejuelas del mundo humano por entonces. Millares morían sin remedio, los pueblos hedían de cadáveres, y como refieren algunas crónicas no alcanzaban los vivos para enterrar a los muertos.
Se supuso que los gatos transmitían la peste negra, y entonces se los pesriguió y exterminó, aumentando así la expansión de las ratas, y en consecuencia, de la pandemia.
Un prejuicio tuvo más fuerza que la ciencia o el simple análisis... 25 millones murieron víctimas de la peste negra, que se detuvo cuando ya no tuvo donde anidar...
Otro color de la peste, más romántico, si se me permite, es el dado a la tuberculosis o tisis, a la que se conoció como "peste blanca". Dicen, que por el aspecto megapálido de los afectados. Motivo de vergüenza o escarnio privado en la antigüedad, de vergüenzas públicas en los albores de nuestro siglo XXI, en el que algo así como ¡la tercera parte! de la población del mundo está afectada de tuberculosis: la peste blanca, la peste de los pobres, la peste de la miseria y el desamparo, la peste de la incapacidad de los que gobiernan y deciden.
Nos ha tocado asistir a más de un blogger (lector o posteador, da igual) a la metamorfosis del Sida, que comenzó embanderado con el mote doblemente descalificador de ser "la peste rosa". Era una enfermedad, terrible, violenta, veloz, sanguinaria, una peste sin duda, un dedo acusador señalando los descarriados caminos del sexo. Era, además, rosa. Cosa de putos. De mariquitas. De hombres pervertidos y desviados. Bah, ahí tienen su peste rosa, que se jodan: se lo tenían merecido.
Los curas (algunos, bueno) se restregaban las manos dando sermones, los militares argentinos hicieron un payasesco intento de instituir una nueva marca de deshonra y degradación, al proponer que a los 43 pibes a los que se les detectó el virus en el ingreso al servicio militar, les fuera puesto un sello en rojo en el DNI donde se leyera "SIDA".
La campanilla para los leprosos ya estaba inventada desde la época de Jesús, por eso no se lo arrogaron como brillante método de identificación.
Pero la peste rosa muy pronto dejó de ser rosa, y la expansión teñida de vértigo se empezó a cobrar víctimas entre los pequeños, entre mujeres, entre ilustres ciudadanos y ciudadanas, hijos predilectos, artistas reconocidos, peones de talleres, adolescentes desconcertados...
Ya no cuadraba el discurso del castigo moral. No había rey impoluto que desde su manto de armiño nos concediera el permiso de borrar a los apestados, para preservar a los sanos y puros.
Y, batido en este cóctel vomitivo, -peste negra, peste blanca, peste rosa- me resulta imposible no rememorar el lúgubre relato de Edgar Allan Poe "La máscara de la muerte roja". Qué manía de ponerle colores a los tormentos, che...!
Ultimamente la ciencia ha asumido un caracter pedagógico inusualmente fuerte: nos explica todo. Le pone razón a los mitos, ilumina los recovecos de los miedos, tira abajo con un manojo de argumentos incontrovertibles toda una construcción mágica o sobrenatural en un santiamén. Y nos gusta ese afán de entenderlo todo. Creo, es una extensión de la pulsión que sentimos por dominar.
Entonces enciendo la tele y me desayuno de la farsa de las apariciones fantasmagóricas. Me explican y me siento hasta piadosa comprendiendo a otras mentes primitivas. Me dicen que la muerte de los primogénitos de Egipto no fue ninguna advertencia del dios de Israel, sino una consecuencia más (una nube baja de CO2) que formó parte de una catástrofe ecológica, de una sucesión de "desgracias" bien aprovechadas (el agua-sangre, los mosquitos, las ranas....en fin! todo eso!)
La ciencia me explica tanto que me acorrala: ya no queda lugar para mi asombro. Ya ni Fox Mulder me convence. Y aunque sigo sintiendo a mi alrededor esas presencias, esas espirituales compañías, la ciencia me dice que el psiquismo, que el superyo y el ello, que el sujeto barrado y que la mar en coche. Cada tanto me gana y me dejo llevar por sus frescos brazos del raciocinio. Y me gusta saber cosas, lo admito, soy curiosa.
No obstante, no dejo de cultivar una parcela de mi espíritu con una dosis fuerte de misterio, de ciega fe; me relamo los labios y paladeo el sabor antiguo de la superstición o la alquimia.
Si un todopoderoso quisiera oír mis ruegos, yo pediría una plaga incolora (o cuando mucho, plateada): ¡la plaga de los dedos pulgares!
Que caiga sobre todos los dueños de celulares que viajan conmigo día a día...por favor!
A ver,un dios, el que sea: una plaga como ésta, de cuarta categoría, debería ser un pedido fácil.
Para más detalles, espere el próximo post.
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