Un día atípico: dormir hasta tarde, ir a Palermo, tomar una clase de origami, jugar a la pelota debajo de unos árboles gigantes mientras la lluvia amenazaba, comprobar teorías completamente inútiles sobre los peces koi y las masas japonesas.
  De regreso a casita, surgió el tema de los tatuajes y piercings, de cómo están presentes en el ojo cotidiano, de cómo ya no llaman la atención. Hay tatuados y perforados de todas las capas sociales. Enchufados y localizables, lo mismo. Personas a las que se les adivina una vida que roza la miseria, pero que de pronto vibran como serpientes de cascabel, y segundos después, están aturdiendo a todo el vagón con sus ringtones de Shakira.

Íbamos observando el fenómeno como quien se percata de repente de lo que realmente pasa, como quien se despierta en medio del sueño pacífico del resto de la familia. Yo recordé los vaticinios de algunos autores de ciencia ficción que trazaban la cartografía de un mundo contaminado y violento, en el que abundaban los humanos trastocados por los efectos radiactivos de una última (o anteúltima) guerra. Sujetos con más dedos de los esperables, con una boca de más, un pie surgiendo de la rodilla, una frente protuberante dando sombra a ojos empequeñecidos y vacuos... un embrutecimiento del espíritu venía de la mano con este amargo porvenir de los cuerpos mutantes.
El cóctel de la raza se completaba casi siempre con robots, y por cierto, con esos puzzles cuasi frankesteinianos, cyborgs mas logrados.


En algún relato de ciencia ficción que he leído (creo, espero no errar, era en "A través del mar de soles") se narraba un ambiente en el cual los cuerpos se transformaban alegremente en campos de manipulación: hombres que ostentaban crestas de pelo como crines, que cubrían las espaldas, mujeres con parches epidérmicos que variaban a voluntad su coloración, cambios de sexo reversibles, redistribución de fluidos, de glándulas, de cartílagos...

En la comprobación empírica de que TODOS los cuerpos que estábamos mirando tenían rasgos de haber sido modificados encaja bien la asociación entre mis lecturas de CF y la realidad. Cabellos teñidos, perforaciones varias, ajustes de contornos para calzar en la ropa, uñas limadas con formas antinaturales, y los tatoos...muchos, muchísimos, tantísimos tatoos aquí y allá. 
Y, pegados a las orejas o a los dedos pulgares, los celulares. Como un anexo. Como una extensión del yo.
Por cierto, tanto mi hija como yo entrábamos en la misma clasificación.
Hemos pasado juntas la experiencia -terrible- de un cuerpo vital que se deja masacrar por los dictámenes de una posmodernidad hipócrita que vocifera a favor de la ecología y la salud, pero fuerza los cuerpos normales hacia delgadeces que conducen a la androginia, cuerpos que no parecen de hombres, ni de mujeres, ni de personas reales, cuerpos de clavículas salientes y ojeras violetas. Perforarse con una lanceta de acero es menos agresivo que soportar día y noche la violencia simbólica de sentir que tu cuerpo "no encaja" en el discurso del 90% de tus congéneres (pues hasta los que padecen el estigma de la imperfección beben de sus aguas: sienten vergüenza de sus redondeces, suspiran por tener piernas brillosas y perfectas como las de Araceli en las publicidades de ropa interior, se sienten feos, se sienten acaso menos humanos...)
A veces un tatuaje es una manera de ingresar. A veces unas zapatillas carísimas. A veces una bolita negra bajo el labio. Pequeños estadios intermedios. Alcanzables.

Y digo: no es el futuro apocalíptico y nihilista de algunos presagiadores del horror, no veo un presente de sujetos tuneados en exceso, por ahora siguen siendo la excepción los infortunados que se agujerean las mejillas y se tajean los brazos y se meten cuernos de acero bajo la piel del cráneo tan sólo para provocar...
Pero sí veo -y lo veo claramente, parafraseando a Silvio- que los cuerpos se convierten en un escenario de la cultura, y que esa cultura se transfunde más allá de los estratos sociales, y también más allá de las barreras geográficas o históricas. Fenómenos hasta hace muy poco impensables como la idea de implantar un chip bajo la piel para que tenga una utilidad social, hoy no causa tanto asombro.
Hace un par de días en el blog de Microsiervos, Alvy escribió este post:
"Si alguien quisiera, podría utilizar un virus para insertar una copia de cualquier texto codificado, por ejemplo Los viajes de Gulliver, en su genoma. Lo más curioso es que se convervaría sin apenas errores durante generaciones y generaciones."
Cómo diría el célebre Mendieta: qué lo parió.

O sea que es técnicamente posible que una buena parte del patrimonio escrito por la Humanidad se resguardara en forma de virus transmisibles que copiarían (sin el menor esfuerzo) una carga monstruosa de datos de padres a hijos. Claro que yo podría estar inoculada con el virus que portara, digamos, el Kamasutra y eso no me convertiría en una buena amante.
O podrían haberle encargado a mi descendencia llevar en sus genes las letras de las obras de Lin Yutang, y ellos las transmitirían a sus vástagos sin entender una puñetera palabra.


Los cuerpos serían vehículos de los datos. Portadores de mensajes codificados. Información. Bueno, MÁS información.


Señores extraterrestres: he aquí una humilde perlita de la sabiduría humana,
diría de mí misma en ese caso, si me abducen para examinarme.

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