
El asunto es cómo llegaron a sus altares esas hipertróficas cabezotas. Algunas fueron halladas a casi 130 km de donde sería posible extraer ese tipo de roca, el basalto. Es evidente que hubo allí una voluntad humana y colectiva de erigir semejantes recordatorios. Transportaron los monumentales bloques a través de cientos y miles de metros de selvas, ríos, terrenos amigables u hostiles, valiéndose de quién sabe qué artilugios técnicos para multiplicar las pocas fuerzas que el bicho humano cuenta en su legado genético.
Los investigadores se arrancan los pelos calculando la enormidad de años que deben haber tardado para terminar cada cabeza. Claro, pero porque lo piensan como hombres modernos, a los que perder el tiempo en una obra de arte les parece un crimen de lesa humanidad.
Se vuelven a arrancar los pelos cuando calculan la fuerza de trabajo necesaria para el traslado, tallado y culminación de esos inexplicables rostros de sonrisas misteriosas y rasgos que se disputan los antropólogos como lobos eruditos.
No se dan cuenta, los señores investigadores, de que hoy como ayer el capital del desposeído es el tiempo. El pobre tiene tiempo: que espere. El esclavo tiene todo el tiempo de su vida para seguir cumpliendo las tareas que se le imponen. Y los grandes pueblos de la antigüedad disponían del tiempo de sus súbditos, vasallos, esclavos o simples convencidos para pasar a la inmortalidad, dejando su huella.
Me puse a comparar mentalmente estas obras titánicas (los ídolos de Pascua, las pirámides, los templos monstruosos, los Budas en la roca viva...) con los torpes y vulgares esfuerzos de hacer "cosas grandes" del hombre siglo XXI. Nuestras construcciones mas inmensas son maravillas de la ingeniería y de las posibilidades técnicas de manipular cantidades megagrandes: toneladas y más toneladas de hierro, de cemento, de fibra, de metal fundido...
Las obras gigantescas del hombre moderno son más bien un muestrario de una feroz competencia que sume a los contrincantes en un aterrador juego de poder: a ver quién hace el edificio más grande, el puente más largo, el hotel más estrambótico. Esfuerzos atroces por figurar en esa vidriera de la estupidez que se llama Guiness.
Si hoy debiera explicarle a un olmeca a qué dios se le rinde pelitesía con semejantes construcciones, me vería obligada a recitar aquello de "Poderoso caballero es don dinero"
Las incomprensibles tallas de basalto de los olmecas, en cambio, me hablan de reyes y señores, de pueblos cohesionados en torno de una visión común, aunque más no fuera la visión de un horizonte donde los jaguares se comportaban como enviados divinos...
Octavio Paz dijo, buscando un significado a la enigmática risa de muchas estatuas olmecas: "El sol lo sabe y calla. Está en el secreto y no lo dice. O lo dice con palabras que no entiendo. He olvidado, si alguna vez lo supe, el lenguaje del sol”.
El pueblo olmeca desapareció mucho antes de la llegada de los europeos, les ahorraron el trabajito del exterminio. Qué lástima para la humanidad no poder tener memoria de las antiguas razas extintas.
Qué gran pena: yo también, al lenguaje del sol, lo he olvidado por completo...



