Una semana de estar con ellos día y noche: en el desayuno, en el despeje de unas lágrimas tontas que les nublan los ojitos nuevos, en la ensordecedora pasión por músicas incomprensibles y pegadizas, en los ruidos que todos ellos reconocen como señales, en las risotadas, en las torpezas del cuerpo y del corazón.
Una semana de viaje con 111 adolescentes que lo ocupaban todo.
Me agotaron y me recargaron, sin darme resuello, poniendo en peligro mi delicado sistema de homeostasis.
Me hicieron sentir querida y querible; y a veces me pasaron factura. Me confesaron que se habían copiado en mis exámenes. Maldita sea, y yo que me creía tan astuta.
También me dijeron cosas sencillas y sentidas, rosas con espinas que brotaban insolentemente de sus corazones todavía niños. Me han confesado sin anestesia y con desparpajo, cosas que me han hecho bendecir una vez más mi profesión de enseñante.
Cuando veníamos de regreso, el bus se llenó de pronto con un aroma dulce y sereno, como de rocío sobre un jardín de humildes malvones. El perfume brotaba de todos lados, y de ninguno. Nadie se atrevió a calificarlo como proveniente de un sitio en especial.
La floración del aguaribay, dijo la guía de la agencia de turismo.
Pero no: fue ese olor dulzón, punzante, agradable, hecho para grabarse en los recuerdos y sentidos. El perfume de esa experiencia, para que no se me olvide. Para que cada vez que vuelva, traiga consigo las voces, las miradas, los apodos, las carcajadas, los días compartidos.

Qué entidad tan misteriosa y bella teje los hilos de nuestro diminuto devenir...

1 comentaron esto...:

Anónimo dijo...

bueno

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