El aroma de los azahares tiene un efecto mágico sobre mi espíritu.
Me recuerda viejas primaveras. Me lleva a los saltitos por caminos de tierra recién regados.
Me hace escuchar el trino de unos pájaros que se pasaban el resumen del día desde la incipiente sombra de los pinos del atardecer.
Hari, mi maestro de yoga, me consiguió una esencia de naranjas que uso con avaricia y reserva: hay que derramar una gota en la palma de la mano, frotarla para que se mezcle con el calor de la piel. Luego se aspira suavemente. El aroma dura por horas...
Otros perfumes y olores despiertan en mí efectos similares.
Jazmines: la Navidad.
Maderas: la carpintería de José, en Capilla del Monte.
Moras: la escapada por la ventana de la cocina, en las siestas prohibidas de la infancia.
Romero: una pascua en especial, que me sentí bendecida.
Polvo de ladrillos: ay, no...no quiero estar aquí... En cualquier otro sitio me sentiré más a salvo.
Hay un olor que no tiene nombre: el olor del dolor físico. Un olor que se antojaba verde, vaya a saber por qué. Un día, de chica, caminando por la reja de una vecina, me caí y me di un golpe que casi quiebra un hueso de mi pierna. Ese olor me llenaba la nariz...no quería llorar (iban a castigarme, sin dudas) y no quería sentir esa sensación de ahogo y malestar punzante. Dios! no se me olvida la sensación...y era "verde" estoy segura.
Uno más:
El perfume de las cabecitas de mis hijos recién nacidos: las puertas del cielo.
Y el perfume del amor, claro.
Inasible, irreproducible, sabroso, sensual, endemoniadamente bello.

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