Los que enseñan cosas en la vida se llaman Maestros.
Tengan títulos o no, son nuestras guías y referentes. Nos acordamos de sus frases o tratamos de pensar como ellos. Nos transmiten cierto extraño orgullo, cierto pudor de rara calaña, ciertas ideas acerca del mundo con las que vamos armando nuestro modus operandi.
Yo que soy una memoriosa compulsiva, recuerdo a muchos maestros. Han sido mis maestros mis abuelos, acá los ven, Nené y José.
La señorita Carmencita. La de 4to, que le decían Yiyita. Algunas mascotas (bah, gatos) que he tenido. Los libros. Las cartas que nunca debí leer. Las lágrimas de mi vieja. El brillo de los ojitos verdes de mi hermano, preguntando. Sigue preguntando todavía... caray, y él se cree que ahora tiene más respuestas. Me enseñaron las arideces de mi viejo... las detesto pero no me queda mas remedio que aceptar que vinieron a ponerme el dedo en la llaga (y para mí, esa frase es crudamente física) para que tomara de ellas la lección que no se proponían entregar sin pelear.
Tuve maestros en persona y en tiempo real, y maestros alejados en ambas dimensiones. Han sido todos igualmente receptivos o esquivos, igualmente claros o crípticos, el estar cerca no me aseguró respuestas, y la lejanía a veces no fue impedimento.
Me dedico a enseñar... es mi ocupación, mi laburo, mi metier.
Pero es una gran mentira, lo uso simplemente como un camuflaje.
Yo estoy aquí para aprender.

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