Todos tenemos un rey o un mendigo agazapado en el interior.
¿Quién elegiría ser mendigo, pudiendo ser rey?

Hay cosas mas dificiles de sacar que una espada de una piedraNo me pregunten cómo lo sé, porque no puedo revelarlo.

Pero yo sé cómo se comportaba
el Rey Arturo antes, mucho antes de saber que estaba destinado a sacar la espada de la piedra y a convocar a los caballeros que fundarían la famosa orden de la mesa redonda, antes de pasar a la historia como un conquistador de tierras y de corazones.

El Rey Arturo tenía un humor muy variable: se levantaba enfurruñado y protestaba contra el mundo, contra las tostaditas del abuelo, contra el padre que insistía (aliteración mediante) que tenía que estudiar más y divertirse menos. Protestaba, estornudaba y fruncía la nariz.
Al rato se le pasaba, claro, y entonces saludaba con buenos modales y empezaba a contagiar su energía a todos con una sonrisa que se podría calificar -por lo menos- de encantadora.

El joven Rey Arturo sufría mucho por los devaneos del corazón: amaba a las chicas equivocadas y se empecinaba en historias de conquistas verdaderamente difíciles. (Arturo no sabía aún que esos tempranos desengaños lo convertirían en un experto amigo y un confidente perfecto, y que esa iba a ser, a fin de cuentas, una fortaleza en su futuro amoroso) a caballo Arturo

Variaba también, a veces en el curso del mismo día, su confianza en sí mismo. Pasaba de autocalificarse como “el mejor entre los mejores” a “nunca lo voy a conseguir”.
Según mis registros, se dice que hacia los 15 años de edad Arturo empezó a darse cuenta de que era mas lo que SI podía que lo que NO. Que a partir de esa edad desarrolló la famosa entereza del alma que lo llevó a ser verdaderamente grande.
Quizás él mismo no lo haya recordado luego, pues el proceso empezó con pequeños desafíos, como superar a su prima en una competencia en el agua, o tomar decisiones con los adultos que lo rodeaban, algunas veces más maduras que las de aquellos.

En esos lejanos momentos, King Arthur no usaba corona, sino una gorra azul que le había regalado (con bastante esfuerzo) su padre. No entrenaba con caballos acorazados, sino con paletas de paddle. No recitaba poemas épicos, sino la penosa conjugación de los verbos irregulares.

Libraba, eso sí, importantes batallas contra su propio espíritu.
Y las iba ganando. Una por una. Una por una.
Cuando era un chico de 15 años, el Rey Arturo se parecía muchísimo a Nikito.

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